DARLENE COLGO SUS APUESTAS



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DARLENE COLGÓ SUS ESPUELAS


Por Moeita M. Burch


TÍO Guillermo, ¿puedo tenerlo? -rogó Darlene.
-Supongo que sí. A mí no me sirve para nadaa. Yo debiera haber tomado en cuenta la herencia. La madre de su madre era así. Simplemente me arriesgué.
El hombre estaba evidentemente fastidiado al observar la potranca recién nacida. Los cascos de sus patas delanteras estaban inclinados hacia adentro, y él sabía que ese animal, al andar, siempre correría el peligro de tropezar.
La potranquita defectuosa frotó el morro contra el brazo de Darlene mientras Sharika, la madre de la recién nacida, un hermoso ejemplar de raza árabe, respiraba sobre su bebé con verdadero orgullo maternal.
-¡Entonces es mía! -exclamó Darlene-. Y la llamaré Petisa. Tío Guillermo, no te imaginas cuánto te lo agradezco.
-Espero que te sea de alguna utilidad -dijoo-. Tú sabes que no la podrás vender.
-¿Vender? ¿Quién haría eso? Yo nunca venderré a mi Petisa. ¡Nunca! La tendré para recoger las vacas.
-¡Hum! -refunfuñó el tío-. Lo más probable es que tropiece y se caiga, y se quiebre la nuca.
Darlene apenas podía esperar a que Petisa fuera destetada.
El tío Guillermo tenía un establecimiento donde criaba y vendía ponys, y el padre de Darlene, un hacendado, tenía su estancia junto a ese establecimiento. Lo que sobraban allí eran caballos de andar, pero Darlene había deseado tener un potrillo propio a quien ella misma pudiera entrenar. Y ahora lo tenía.
Al cumplir dos años, Petisa estuvo en condiciones de que su dueña la montara. La paciencia y la bondad que Darlene manifestó hacia Petisa hicieron de ella un animal muy manso y dócil que no tardó en aprender cómo esquivar los matorrales al arrear a un becerro indómito. Debido a su condición física, no se la entrenó para "cortar" o separar un animal de la manada; pero los cascos ligeramente inclinados hacia adentro nunca le causaron el problema que le habían pronosticado. Podía sentarse sobre sus patas traseras y dejarse resbalar por un terraplén como el mejor de los caballos, y su trote incansable hacía la delicia de Darlene. Para ella, Petisa valía un millón de pesos.
La segunda cosa de la cual Darlene estaba orgullosa era un par de espuelas de plata, regalo de cumpleaños de su tío Guillermo.
-¿Qué te propones con esos aparatos tan punntiagudos? -le dijo un día su madre-. Es cruel clavarle las espuelas a un caballo.
-Pero, mamá -protestó Darlene-. Yo nunca lee clavo las espuelas a Petisa. Apenas la toco con ellas.
-Entonces, ¿por qué las usas? -preguntó la madre.
-Porque se ven muy bonitas sobre las botas -confesó Darlene.
La madre inspiró profundamente.
-¡Vanidad! -dijo.
A pesar de que Darlene se había propuesto que no abusaría de las espuelas, llegó el día cuando éstas fueron usadas en forma muy cruel. Fue el día en que el padre decidió vender los mejores becerros. Darlene oyó que el padre le decía a uno de los peones: "Es posible que esos tres estén allá entre las colinas. .No costaría nada ir a dar una vuelta. Los necesitamos para completar la carga".
-Papá, por favor -rogó Darlene-. Déjanos irr a Petisa y a mí a buscarlos.
El padre quedó dudando.
-Eso es muy lejos para una chica.
-Yo no soy una nenita -arguyó Darlefle-, y Petisa es bastante rápida. Llevaré a Dingo para que los localice, y nosotros haremos el resto. Por favor, papá. Toda la semana he estado deseando ir bien lejos con mi Petisa.
-Muy bien -consintió él-. Pero no te descuiides si viene una tormenta. No me gustan esas nubes negras que se están levantando. Preferiría perder una docena de novillos antes que verte a ti lastimada.
-Papá, yo conozco tan bien como tú las tormmentas de esta región, y no tengo el menor deseo de que una de ellas me sorprenda.
Darlene se apresuró a ensillar a Petisa; luego corrió a la casa para buscar sus queridas espuelas. Cuando se estaba colocando la segunda, entró en la habitación la mamá.
-No perderías nada si no te pusieras esos aadornos -le dijo sonriente-. Tus botas quedarían igualmente bonitas aunque no tuvieran las espuelas.
-¡Oh no! -se rió Darlene. ¡Si tan sólo hubiiera sabido cómo las usaría ese día!
-Lleva la capa para la lluvia -le recordó eel padre-. Espera, te la ataré detrás de la montura. ¿Sabes que todavía no me gustan esos nubarrones?
-Gracias, papá. Nos irá bien -aseguró Darleene. Encaminándose luego hacia las colinas, Darlene silbó a Dingo, el perro boyero, de orejas puntiagudas. Este acudió corriendo, ansioso de prestar sus servicios. Petisa se echó a andar a trote largo. Darlene aprovechaba cualquier elevación para subirla, por el solo gusto de ver cómo lo hacía Petisa. "Tenemos mucho camino que recorrer, Petisa, y papá tiene miedo del tiempo", dijo, dándole unas palmaditas en el cuello lustroso. En respuesta, Petisa sacudió la cabeza.
La distancia hasta las colinas fue cubierta en un tiempo record y no tardaron en internarse entre los matorrales y arboledas del barranco, donde se suponía que estuvieran los novillos.
Dingo estaba muy bien entrenado, y salió a recorrer el campo. Darlene echó otra mirada al cielo. Este estaba gris y bajo, pero a la distancia, allá en el horizonte, se veía un gran cúmulo de nubes atravesadas por listas, que no eran sino una indicación de que la lluvia estaba cayendo.
"En alguna parte está lloviendo a cántaros -dijo Darlene como hablándole a Petisa-. Pero hasta el momento aquí estamos bien. Espero que esa lluvia no nos alcance".
¿Dónde estarían esos novillos? Dingo había recorrido toda la hondonada y ahora estaba de vuelta con la lengua afuera, jadeante y
mirándola como si quisiera decirle:
"Hice cuanto pude, pero allí no hay ni un novillo".
En ese instante unas gotas gruesas cayeron en el sombrero de Dar-lene y Petisa se agitó nerviosamente. De repente el cielo plomizo se abrió y una lluvia copiosa comenzó a descender sobre el caballo y el jinete. Darlene tenía las manos tan frías que apenas pudo desatar su capa, pero una vez que se envolvió en sus pliegues, se sintió más cómoda.
Lo mejor será que nos encaminemos a casa, pensó. Esos novillos no están aquí, o de lo contrario Dingo los hubiera encontrado. De cualquier manera, papá solo suponía que estaban aquí. "Ven, Dingo; yo sé que hiciste todo lo que pudiste. Tal vez puedas encontrarlos más cerca de casa".
Petisa trotó rápidamente entre los árboles, sacudiendo la cabeza en los tramos abiertos, mientras las enormes gotas de lluvia le caían en las orejas. "Pobre Petisa, esto es terrible -dijo Darlene-, y la casa queda lejos".
Echándole una mirada al reloj se sorprendió al descubrir que era mucho más tarde de lo que ella había pensado. No tardaría en oscurecer, y entonces sería difícil hallar el camino de regreso por entre la arboleda de la hondonada. Aun en el valle costaría reconocerlo; de modo que, en caso de que se pusiera muy oscuro, le pareció que sería prudente ir por la cañada. Años atrás por esa cañada había corrido un arroyo, pero el agua iba ahora por otros canales y hacía tiempo que la hondonada estaba seca. Las barrancas que la bordeaban eran altas, y Darlene sabía que no podía perderse, ya que la cañada terminaba no muy lejos de la pradera cercana a su casa. La cañada era rocosa, pero Petisa tenía un pie firme y no caería.
Estaban yendo a buen paso cuando de pronto Petisa se volvió y brincó a la barranca.
A Darlene le extrañó mucho el comportamiento de su cabalgadura.
"Yo sé que el camino es rocoso, Petisa, pero tú tienes buenos zapatos y no hay excusa para esta clase de comportamiento. Yo tengo una razón para quedarme en la cañada". Darlene tiró de las riendas vivamente, y Petisa se dejó deslizar de mala gana por la cañada.
La lluvia había aflojado ahora, y, apenas habían avanzado unos 20 metros más cuando Petisa salió de nuevo de la cañada.
Darlene se molestó. "¿Qué te pasa, Petisa? -la regañó-. Necesitas aprender una lección de obediencia". Tirando de las riendas, la obligó a bajar de nuevo y le clavó las espuelas. Eso dolía, y Petisa obedeció.
Esta vez no habían avanzado ni tres metros cuando por tercera vez Petisa se trepó al barranco. Darlene se puso furiosa. "¡Bestia terca!
-gritó-. Te mostraré quién es el amo" -
> Darlene dio un tirón de riendas, pero Petisa apretó el freno con los dientes y rehusó moverse. Entonces las espuelas de plata se pusieron en acción y sus puntas afiladas
se hundieron en los flancos del animal. Pero aun así, Petisa rehusó obedecer las órdenes.
Desesperada, Darlene hizo correr de nuevo las puntas afiladas de las espuelas por los flancos de Petisa, hasta que llegaron al cuarto delantero, y otra vez, hacia atrás. En esta ocasión mis espuelas son útiles tanto como ornamentales, pensó. Después de otra cruel punzada, Petisa saltó al borde del barranco y se detuvo bruscamente. Fue como si estuviera tratando de decirle: "Mira allá abajo, tonta".
Un ruido raro llamó la atención de Darlene. Clavando la mirada en la cañada, se sobrecogió de espanto. Un torrente de agua barrosa que aumentaba a cada instante, avanzaba, revolcándose por el lecho del arroyo, como un torbellino. Mientras Darlene contemplaba la escena como hechizada, grandes piedras arrastradas por el agua iban deshaciendo todo lo que encontraban a su paso, seguidas luego por troncos, matorrales y escombros de toda clase. Ese cielo negro que había visto a la distancia, atravesado por líneas verticales de lluvia, habían producido un verdadero aluvión, el cual descendía ahora por la cañada.
De repente Darlene pensó en lo que habían hecho sus espuelas. Desmontando, arrojó sus brazos alrededor del cuello de Petisa y estalló en lágrimas. "Petisa, Petisa, tú me salvaste la vida. Dios te advirtió que venía un aluvión", sollozó. Afligida pasó los dedos por el flanco de la potranca y los retiró, pegajosos con sangre. Al verlos, lloró de nuevo y acarició la cabeza de Petisa. La potranca acercó el morro a la cara de su dueña como diciéndole: "Te perdono. Tú no entendías".
Darlene se inclinó y, con sus dedos entumecidos por el frío, se quitó las espuelas tan rápido como pudo. Luego las colgó de la montura, y subió de nuevo. Estaba oscureciendo, pero Petisa trotó velozmente, sin detenerse, a través del monte, hasta que finalmente llegaron al valle abierto. El animal parecía saber exactamente dónde debía ir, de modo que Darlene le aflojó las riendas y, antes de que se diera cuenta, estaban en casa.
La primera tarea de Darlene consistió en lavar y curar esas horribles heridas producidas por las espuelas. Luego colgó sus espuelas de plata en la pared, un poco más alto que la montura.
Esa noche Darlene le dijo a su madre:
-¿Cómo sabía Petisa que la cañada se iba a inundar? Todavía después que subió la barranca dos veces, el lecho del arroyo estaba más seco que un hueso. Un ángel debe haberla guiado. Me siento como Balaam cuando hirió al asno. Únicamente que el asno pudo hablar, mientras que la pobre Petisa no pudo decir una palabra.
-Para compensar la falta del habla, parece como que Dios ha dado a los animales una cantidad adicional de instinto -explicó la madre, y añadió-: Me alegro de que esas espuelas están colgadas en la pared y no en tus botas.
-Y yo también -estuvo de acuerdo Darlene. Y allí fue donde quedaron mientras vivió Petisa.


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