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Ana Isabel Hans Christian Andersen Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blanquísimos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. ¿Qué salió de ello? Un chiquillo horrible. No, lo que es guapo no lo era. Se lo dieron a la mujer del peón caminero. Ana Isabel entró en el palacio del conde, ocupó una hermosa habitación, se adornó con vestidos de seda y terciopelo... No podía darle una corriente de aire, ni nadie se hubiera atrevido a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse, y eso tendría malas consecuencias. Criaba al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, crecía en casa del peón caminero; trabajaba allí más la boca que el puchero, y era raro que hubiera alguien en casa. El niño lloraba, pero lo que nadie oye, a nadie apena; y así seguía llorando hasta dormirse; y mientras se duerme no se siente hambre ni sed; para eso se inventó el sueño. Con los años - con el tiempo, la mala hierba crece - creció el hijo de Ana Isabel. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era una señora ciudadana, fina y atildada, lo pasaba bien y nunca salía sin su sombrero. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón caminero, vivía demasiado lejos de la ciudad, y además no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos y consumía lo suyo; algo tenía que hacer para pagar su manutención, por eso guardaba la vaca bermeja de Mads Jensen. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse. El mastín de la hacienda estaba sentado al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llueve se mete en la casita, donde se tumba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel estaba sentado al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que seguramente darían fruto. Era un pensamiento agradable; mas no hubo fresas. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en el cortijo, lo echaban a golpes y empujones; era demasiado feo y asqueroso, decían las sirvientas y los mozos. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie. ¿Qué fue del hijo de Ana Isabel? ¿Qué podría ser del muchacho? su destino era éste: jamás sentiría el cariño de nadie. Arrojado de la tierra firme, fue a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía. Sucio y feo, helado y voraz, se habría dicho que nunca estaba harto; y, en efecto, así era. El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso, y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con sólo dos hombres a bordo, o, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz crepuscular, que en el momento de nuestra narración se hacía aún más oscura; el frío era intensísimo. El patrón sorbió un trago de aguardiente para calentarse por dentro. La botella era vieja, y también la copa, cuyo roto pie había sido sustituido por un tarugo de madera, tallado y pintado de azul; gracias a él se sostenía. «Un trago reconforta, pero dos reconfortan más todavía», pensó el patrón. El muchacho seguía sentado al remo, que sostenía con su mano dura y embreada. Realmente era feo, con el cabello hirsuto y el cuerpo achaparrado y encorvado. Según la gente, era el chico del peón caminero mas de acuerdo con el registro de la parroquia, era el hijo de Ana Isabel. El viento cortaba a su manera, y la lancha lo hacía a la suya. La vela, que había cogido el viento, se hinchó, y la embarcación se lanzó a una carrera velocísima; todo en derredor era áspero y húmedo, pero las cosas podían ponerse aún peores. ¡Alto! ¿Qué ha pasado? ¿Un choque? ¿Un salto? ¿Qué hace la barca? ¡Vira de bordo! ¿Ha sido una tromba, una oleada? El remero lanzó un grito: -¡Dios nos ampare! La embarcación había chocado contra un enorme arrecife submarino, y se hundía como un zapato viejo en la balsa del pueblo, se hundía con toda su tripulación, hasta con las ratas, como suele decirse. Ratas sí había, pero lo que es hombres, tan sólo uno y medio: el patrón y el chico del peón caminero. Nadie presenció el drama aparte las chillonas gaviotas y los peces del fondo, y aún éstos no lo vieron bien, pues huyeron asustados cuando el agua invadió la barca que se hundía. Apenas quedó a una braza de fondo, con los dos tripulantes sepultados, olvidados. Únicamente siguió flotando la copa con su pie de madera azul, pues el tarugo la mantenía a flote; marchó a la deriva, para romperse y ser arrojada a la orilla, ¿dónde y cuándo? ¡Bah! ¡Qué importa eso! Había prestado su servicio y se había hecho querer. No podía decir otro tanto el hijo de Ana Isabel. Pero en el reino de los cielos, ningún alma podrá decir: «¡Nadie me ha querido!». Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condecito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorces años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí. -Tendré que decidirme -dijo Ana Isabel-. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condecito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía « An-Lis». Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo. Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos. Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces. ¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Se Volvió para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios. -¡Está bien! -dijo él-, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra. Ana Isabel partió del palacio, y se alejó por el camino vecinal. Se sentía muy triste. Se le había mostrado tan extraño, sin un pensamiento, sin una palabra para ella. Y pensar que lo había llevado en brazos día y noche, y que seguía llevándolo en el pensamiento. En esto pasó volando sobre el camino, a poca altura, un gran cuervo negro, que graznaba incesantemente. -¡Pajarraco de mal agüero! -exclamó ella. Llegó frente a la casa del peón caminero, y, como la mujer se hallara en la puerta, entablaron conversación. -¡Cómo te luce el pelo! -dijo la mujer del peón-. Estás rolliza y redonda. Parece que te van bien las cosas. -Desde luego -respondió Ana Isabel. -La barca se fue a pique con ellos -dijo la mujer-. Se ahogaron, el patrón Lars y el chico. Todo terminó. Yo había esperado que el muchacho me ayudase algún día, y trajera unos chelines a casa. ¡A ti nada te costó, Ana Isabel! -¡Ahogados! -exclamó Ana Isabel, y ya no pronunció una palabra más sobre el drama. Estaba afligida porque su condecito no le había dirigido la palabra, con lo que ella lo quería, y después de haber recorrido aquel largo camino para llegar al palacio. Y el dinero que le había costado, y todo inútilmente. Pero nada dijo de lo ocurrido. No quería abrir su corazón a la mujer del peón caminero. A lo mejor habría pensado que ya no tenía prestigio en el palacio. El cuervo volvió a graznar encima de su cabeza. -¡Maldito pajarraco! -exclamó-. Bastante me ha asustado hoy. Llevaba café en grano y achicoria. Sería una buena acción dárselo a la mujer para que preparase unas tazas de café caliente. También a ella le sentaría bien. Y la mujer salió a preparar la infusión, mientras Ana Isabel se sentaba en una silla y se quedaba dormida. Y he aquí que soñó con él; nunca le había ocurrido, ¡qué cosa más rara! Soñó con su propio hijo, que había llorado y sufrido hambre en aquella casa; nadie había cuidado de él, y ahora estaba en el fondo del mar, Dios sabía dónde. Soñó que se le presentaba allí, mientras la mujer del peón salía a preparar café; le llegaba incluso el aroma de los granos. Y en la puerta, de pie, había un mozo hermosísimo, tanto como el condecito, que le decía: -¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente! En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: «¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!». Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Se sentía tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo. Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa. El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos. Ana Isabel seguía caminando sin pensar en nada. Había abandonado sus pensamientos, pero sus pensamientos no la abandonaban a ella. No nos dejan nunca, yacen como adormecidos, tanto los vivos, que se han echado un momento a descansar, como los que no se han despertado aún. Pero acuden, siempre; ora se agitan en el corazón o en la cabeza, ora nos acometen impensadamente. «Toda buena acción lleva su bendición», está escrito allí; y también: «En el pecado está la muerte». Muchas cosas hay allí escritas, muchas se dicen, sólo que se ignoran, no se piensa en ellas. Esto le ocurría a Ana Isabel. Mas pueden presentarse de repente, pueden acudir. En nuestro corazón -el tuyo, el mío- hay los gérmenes de todos los vicios y de todas las virtudes. Están en él como diminutas e invisibles semillas. Un día llega del exterior un rayo de sol, el contacto de una mano perversa. Vuelves una esquina, a derecha o a izquierda, pues un detalle así puede ser decisivo, y la minúscula semilla se agita, se hincha, estalla y vierte su jugo en la sangre. Y ya estás en camino. Hay pensamientos angustiosos, que uno no advierte cuando está, sumido en sueños, pero que se agitan. Ana Isabel andaba como en sueños y sus pensamientos se movían. De una Candelaria a la siguiente, el corazón registra muchas cosas en su tablilla, el balance de todo un año. Muchas cosas han sido olvidadas: pecados de pensamiento y de palabra contra Dios, contra nuestros prójimos y contra nuestra propia conciencia. No pensamos en ellos, como tampoco pensó Ana Isabel; nada de malo había cometido contra la ley y el derecho de su país, era bien considerada, honrada y respetable lo sabía bien. Y seguía avanzando por la orilla... ¿Qué era aquello que yacía en el suelo? Se detuvo. ¿Qué había arrojado el mar? Un sombrero viejo de hombre. ¿Se habría caído por la borda? Se acercó a la prenda, volvió a detenerse y miró: ¿Qué era aquello? Se asustó mucho, y, sin embargo, nada había allí que pudiese asustarla. Sólo un montón de algas y juncos enredados en torno a una piedra alargada, que parecía un cuerpo humano. No eran sino algas y juncos, y, sin embargo, ella se asustó. Y al proseguir su camino le vinieron a la mente muchas cosas que oyera de niña. Aquellas supersticiones acerca del «fantasma de la costa», el espectro de los cuerpos insepultos arrojados por las olas a la playa. El cuerpo muerto, que nada hacía, pero cuyo espectro, el fantasma de la playa, seguía al caminante solitario, se agarraba fuertemente a él y le pedía que lo llevase al cementerio y le diese cristiana sepultura. «¡Tente firme, tente firme!», decía. Y al repetir para sí estas palabras Ana Isabel, se le presentó de repente todo su sueño, con las madres cogidas a ella y exclamando: «¡Tente firme, tente firme!». Y luego el mundo se había hundido, y se le habían desgarrado las mangas, y se había desprendido de su hijo, que se esforzaba por llevarla consigo al juicio final. Su hijo, el hijo de su carne y de su sangre, al que nunca quisiera, en quien nunca había pensado, aquel hijo estaba ahora en el fondo del mar. Podía aparecérsele en figura de espectro y gritarle: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!». Y al pensar en esto, la angustia le espoleó los talones, obligándola a apresurar el paso. El miedo, como una mano fría y húmeda, le apretaba el corazón. Se sintió a punto de desmayarse, y al mirar a lo lejos, mar adentro, vio que el aire se volvía más denso y espeso. Descendía una pesada niebla, envolviendo árboles y matas, y dándoles un aspecto maravilloso. Se volvió ella a mirar la luna, que quedaba a su espalda y parecía un disco pálido, sin rayos, y sintió como si algo muy pesado se posara sobre sus miembros. «¡Tente firme, tente firme!», pensó, y al volverse a mirar a la luna le pareció como si su blanca cara estuviese junto a ella, y como si la niebla colgara sobre sus hombros a modo de blanco sudario: «¡Cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!», creyó oír, y le pareció percibir también un sonido hueco y extraño, que no venía ni de las ranas del pantano, ni de los cuervos, ni de las cornejas, pues no veía ninguna. «¡Entiérrame, entiérrame!», decía una voz gritando. Sí, era el espectro de su hijo, yaciente en el fondo del mar, y que no encontraba reposo mientras no fuera llevado al cementerio y depositado en tierra cristiana. Quiso ir allí y darle sepultura, y tomó la dirección de la iglesia. Le pareció entonces como si la carga se hiciera más liviana y desapareciera; reemprendió su camino anterior, el más corto para ir a su casa. Pero de nuevo oyó: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte!». Resonaba como el croar de las ranas, como el grito de un ave quejumbrosa, pero ahora se entendía claramente: «¡Entiérrame, por amor de Dios, entiérrame!». La niebla era fría y húmeda; la mano y el rostro de la mujer lo estaban también, pero de terror. Sentía la presencia de algo, y en su mente se había hecho espacio para pensamientos que nunca había tenido antes. En las tierras del Norte, los hayedos pueden abrirse en una noche de primavera, y presentarse en su juvenil magnificencia bajo el sol del día siguiente. También en un segundo, la semilla del pecado que hay latente en nuestra vida puede germinar y desarrollarse. Y así lo hace cuando despierta la conciencia, que Dios despabila cuando menos lo esperamos. No hay disculpa posible, el hecho está allí, testificando en contra de nosotros; los pensamientos se tornan palabras, y éstas resuenan en los espacios. Nos espantamos de lo que hemos estado llevando dentro sin conseguir sofocarlo; nos espantamos de lo que hemos propagado en nuestra presunción y ligereza. El corazón encierra en sí todas las virtudes, pero también todos los vicios, los cuales pueden germinar y crecer, hasta en la tierra más estéril. Todo esto estaba encerrado en los pensamientos de Ana Isabel. Anonadada, cayó al suelo y continuó un trecho a rastras. «¡Entiérrame, entiérrame!», oía; y habría querido enterrarse a sí misma si la tumba hubiese significado eterno olvido. Era la hora tremenda de su despertar, con toda su angustia y su horror. Un supersticioso terror le producía escalofríos; acudían a su mente muchas cosas de las que nunca hubiera querido acordarse. Silenciosa, como la sombra de una nube a la luz de la luna, caminaba delante de ella una aparición de la que oyera hablar en otros tiempos. Junto a ella pasaban galopando cuatro jadeantes corceles, despidiendo fuego por los ojos y los ollares, tirando de un coche ardiente ocupado por el perverso señor que más de un siglo atrás había vivido en aquella comarca. Se decía que cada media noche recorría su propiedad y se volvía enseguida. No era blanco, como parece que son los muertos, sino negro como carbón, como carbón consumido. Hizo un gesto con la cabeza dirigiéndose a Ana Isabel, y, guiñándole el ojo le dijo: «¡Cógete firme, cógete firme! ¡Aún podrás montar en el coche de los condes y olvidar a tu hijo!». Ella apretó el paso y llegó al cementerio; pero las cruces negras y los negros cuervos flotaban, confundiéndose ante sus ojos. Los cuervos gritaban como el que había oído antes, pero ahora comprendía su lenguaje: «¡Soy un cuervo madre, soy un cuervo madre!», decían todos, y Ana Isabel sabía que aquel nombre se aplicaba a ella. Tal vez sería transformada en uno de aquellos negros pajarracos y condenada a gritar incesantemente lo que ellos gritaban si no conseguía cavar la tumba. Se arrojó al suelo, y con las manos cavó un hoyo en la dura tierra; y la sangre le manaba de los dedos. «¡Entiérrame, entiérrame!», resonaba la voz sin cesar. Ella temía oír el canto del gallo y ver la primera luz de la aurora; pues si no había terminado su trabajo antes, estaba perdida. Y cantó el gallo, y el cielo levantino se tiñó de rojo. La tumba estaba sólo medio abierta. Una mano gélida le resbaló por la cabeza y el rostro, hasta el corazón. «¡Sólo media tumba!», se oyó en el aire como en un suspiro, y algo pasó flotando en dirección al mar. Sí, era el fantasma de la orilla. A su contacto, Ana Isabel se desplomó, rendida y desmayada. Era ya pleno día cuando volvió en sí. Dos hombres la levantaron. No estaba en el cementerio, sino en la playa, donde había excavado un profundo hoyo en la arena, cortándose los dedos con una copa rota que tenía por pie un tarugo de madera pintado de azul. Ana Isabel estaba enferma; la conciencia había mezclado las cartas de la superstición, y, al cortarlas, había descubierto que sólo tenía media alma; la otra mitad se la había llevado consigo su hijo al fondo del mar. Nunca obtendría ya la gracia del cielo, mientras no recuperase aquella mitad de alma que retenían las aguas profundas. Ana Isabel llegó a su casa, mas ya no era la que había sido. Sus ideas se embrollaban como una madeja enredada; sólo una hebra quedaba desenmarañada: debía llevar al cementerio el fantasma de la orilla y darle sepultura; con ello recuperaría su alma entera. Muchas noches notaron los vecinos que se ausentaba de su casa; siempre la encontraban en la playa, esperando la aparición del espectro. Así transcurrió un año entero; luego desapareció una noche y ya nada supieron de su paradero. Se pasaron todo el día siguiente buscándola sin resultado. Al atardecer, cuando el sacristán llegó a la iglesia para tocar a vísperas, vio a Ana Isabel tendida delante del altar. Llevaba allí desde la mañana, casi exhausta, pero con los ojos luminosos y un brillo rojizo en la cara, producido por los últimos rayos del sol, que le daban en pleno rostro y se reflejaban también en las relucientes abrazaderas de la Biblia; ésta aparecía abierta en la página donde se leen aquellas palabras del profeta Joel: «¡Rueguen sus corazones y no sus vestidos, convirtiéndose al Señor!». «Casualidad -dijo la gente-. ¡Hay tantas casualidades!». En la cara de Ana Isabel, iluminada por el sol, se leía la paz y la gracia. Había sido mejor así para ella, dijeron; había superado la crisis. Por la noche se le había aparecido el espectro de la playa, su hijo, diciéndole: «Cavaste sólo media tumba para mí, pero durante mucho tiempo me tuviste sepultado en tu corazón, y éste es el mejor refugio de una madre para su hijo». Y devolviéndole la mitad del alma, la condujo hasta la iglesia. - Ahora estoy en la casa de Dios -dijo ella-. Y aquí se está a salvo. Cuando se acabó de poner el sol, el alma de Ana Isabel estaba en lo alto, allí donde no existe el temor cuando uno ha luchado. Y Ana Isabel había luchado hasta el fin. FIN |